El sol golpeaba contra los viñedos de la finca. El calor sofocante del febrero mendocino no daba tregua y la cosecha estaba recién comenzando en la pujante Bodega Arizu.
Dentro de la casa, María Teresa preparaba entusiasmada la habitación de huéspedes cuando unos gritos que venían de la sala la sobresaltaron. Se asomó y vio al esperado visitante, el escritor amigo de su hermano. Quedó impactada, por su gran altura, sus rasgos y por el entusiasmo con el que hablaba de una enorme araña que habían encontrado en el camino, mientras sostenía una cámara de fotos.
Presurosa, María bajó las escaleras para servirles el refrigerio que ya tenía preparado. Cortázar la saludó amable y educadamente, mientras elogiaba las grandes instalaciones de la casona, bromeando con competencias de nado y tenis, pero lo que más lo entusiasmaba eran los paseos que decía que daría por esos inmensos caminos rodeados de álamos.
Después de unas horas el implacable sol era todavía más abrasador. Durante el almuerzo Cortázar no paró de hablar y preguntar sobre los viñedos y sus ganas de recorrerlos inmediatamente, sin tener en cuenta la pueblerina costumbre de la impostergable y sagrada siesta.
No tuvo más remedio que esperar, y recién a las cinco de la tarde salieron a recorrer la finca, por supuesto sombrero incorporado por maternal consejo de la dueña de casa. Todo le interesaba, todo lo preguntaba con esa avidez propia de aquel que quiere abarcar todos los conocimientos para ampliar aún más su cultura. Hablaba con los empleados acerca de sus tareas, al mismo tiempo que les hacía alguna que otra broma con ese fino sentido del humor que lo caracterizaba.
Quedó asombrado con los procesos de la elaboración del vino y mucho más cuando le dieron a probar la estrella de la firma, añejada en toneles de roble. Todo el mundo estaba encantado con ese visitante que hablaba con tanta corrección y al mismo tiempo con tanta sencillez, que las palabras brotaban de su boca con una dulzura semejante al agua cantarina que corría por las acequias, con las que se refrescaba la cara y lavaba las manos.
La noticia del ilustre huésped corrió velozmente por el pueblo y las familias comenzaron a disputarse su presencia organizando distintos eventos sociales. Cortázar participaba amablemente de ellos y más de una mujer quedó cautivada por su encanto. A pesar de que nunca hacía alarde de su sabiduría no podía ocultarla, era innata a él.
Las noches que no salía de la casona disfrutaba de las cálidas noches sanrafaelinas. Acomodaba su larga humanidad en una de las reposeras que había en la galería y saboreando una copa de Malbec con algo de jazz de fondo, fijaba sus grandes ojos en el límpido y estrellado cielo villatuelino, mientras conversaba con Amengual.
Cuando llegó el día de la partida, María Teresa no pudo contener las lágrimas y los niños corrían detrás del auto que se lo llevaba, gritando y saludando con sus manitos en alto, mientras los peones de la finca agitaban sus pañuelos con emoción. Todo el mundo lo saludaba, todo el mundo quería despedirse, es que la huella que Cortázar dejó con su paso fue imborrable.
Lo recuerdo todo muy bien. Por aquellos años, yo, siendo aún muy jovencita, me dedicaba a ayudar a María Teresa con las tareas del hogar, y en tantos años nunca conocí a nadie que me impactara tanto como aquel hombre gigante de mirada infantil que vino a revolucionarnos aquellos días de verano.
